21 DE NOVIEMBRE
EL OBSERVADOR
Por Inés María Alfonso Rodriguez
A partir de la ratificación de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU en 2006, Uruguay, como Estado Parte, se comprometió a transformar su sistema para garantizar la plena inclusión. No obstante, casi dos décadas después, los principios de la Convención -dignidad inherente, no discriminación, participación e inclusión plenas, accesibilidad universal y respeto por la diferencia- aún no han logrado permear de manera sustancial las normativas, las políticas públicas y, lo que es más crucial, y la estructura del sistema educativo.
Raquel González Barnech, Presidenta de la Federación de Organizaciones de la Discapacidad, nos habla sobre esta brecha entre el marco legal y la realidad cotidiana.
Ante esto, surge la pregunta, ¿Por qué los principios de la Convención no se han incorporado plenamente en Uruguay? Según González Barnech, no existen «bases científicas» que expliquen cabalmente esta omisión, pero la evidencia empírica, el «convivir», ofrece un panorama elocuente.
La reflexión apunta a un problema estructural: la falta de apoyos necesarios. Todos los ciudadanos, en distintos momentos de la vida, requieren apoyos para desenvolverse en la comunidad. González Barnech ilustra este punto con ejemplos concretos con respecto a las ayudas técnicas: Un niño que necesita una silla de ruedas para ir a la escuela a menudo depende de la caridad («¿quién puede colaborar?») en lugar de contar con una provisión garantizada. Así como la asistencia personal, pues quienes requieren asistencia para actividades básicas de la vida diaria (levantarse, vestirse, bañarse) se encuentran con «topes» arbitrarios. Existen límites basados en los ingresos familiares y límites de edad: el derecho a la asistencia suele restringirse a personas hasta los 29 años y luego después de los 80.
Sin una educación de calidad, el acceso al trabajo se vuelve «muy difícil», se convoca a personas con discapacidad para empleos, pero se exigen credenciales y competencias que en primera instancia no pudieron adquirir, afirmó González Barnech. Asimismo, añadió que la persistencia de este problema social está sustentada por modelos conceptuales de la discapacidad que la convención de la ONU buscó superar. También, identificó dos ejemplos paradigmáticos y profundamente dañinos: la terminología peyorativa y el «modelo de la dependencia».
En 2016, el Comité de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad emitió una recomendación instando a la «eliminación de los términos peyorativos al área de discapacidad». A la fecha, esta recomendación sigue sin implementarse.
La evidencia es palpable en la jerga administrativa y legal. Una persona que enfrenta barreras significativas puede acceder a una «pensión por incapacidad». El solo hecho de tener una condición la denomina «incapaz». Del mismo modo, existe la «jubilación por invalidez».
Quizás uno de los conceptos que más incide y se normaliza es el de la «dependencia». González Barnech relató que en ocasiones se refieren a una persona en silla de ruedas como «dependiente». La lógica es irrefutable: todos, en mayor o menor medida, utilizamos apoyos (gafas, lentes de contacto, un automóvil, un celular) para funcionar en la sociedad, sin embargo, la diferencia de escala no cambia el principio.
El problema radica en que, al etiquetar a una persona como «dependiente» (y clasificarla en grados: severa, moderada, leve), se activa un mecanismo social y psicológico que justifica la sustitución de su voluntad. «Cuando una persona sin condición de discapacidad… siente que esa otra persona es dependiente, entonces siente también que puede tomar decisiones por la otra persona».
Esto tiene un impacto en el desarrollo de la autonomía. La toma de decisiones es una habilidad que se ejercita desde la infancia, a través del ensayo y error. A muchas personas con discapacidad se les niega este aprendizaje fundamental. “Quien se acostumbra a que son los demás los que deciden» va perdiendo la noción de su propia agencia.
Este modelo, está institucionalizado en leyes como la Ley de Cuidados y Asistencia a Personas, donde se categoriza a las personas como «dependientes». Cambiar esta terminología y este paradigma, «no tiene costos económicos», pero requiere una voluntad política y un cambio cultural que hasta ahora ha faltado.
Un principio transversal de la convención es la participación plena y efectiva de las personas con discapacidad en los asuntos que les afectan. Este principio, sintetizado en el lema «Nada sobre Nosotros sin Nosotros», es otra de las grandes deudas en Uruguay.
La combinación de los modelos de dependencia e incapacidad lleva a que, en la práctica, a las personas con discapacidad se les excluya de los espacios de toma de decisión. Incluso cuando se logran crear mecanismos de participación, como consejos consultivos, suelen ser «no vinculantes». Este patrón se repite en la discusión sobre la creación del INADIS (Instituto Nacional de Discapacidad). Al respecto, plantea una analogía contundente: los médicos son representados por médicos, los trabajadores por trabajadores, las personas afro por personas afro. ¿Por qué, entonces, en el área de la discapacidad, no se considera «obvio» que las personas con discapacidad lideren y constituyan la mayoría en los organismos que las representan?
El eslabón más débil es, que el sistema actual de formación docente aborda estos temas de manera genérica, pero no prepara a los futuros educadores para enfrentar la diversidad del aula real.
Un docente que no comprende qué es la discapacidad desde un modelo de derechos, que desconoce los principios de la convención y que no tiene estrategias pedagógicas básicas para atender a un estudiante neurodivergente, por ejemplo, está condenado al fracaso y, lo que es peor, a la exclusión del estudiante. No se trata de que cada docente sea un especialista en todas las condiciones, sino de que tenga «una base fuerte, seria, completa» que le permita entender la diversidad y saber cuándo y cómo solicitar los apoyos específicos necesarios.
Frente a este panorama, la pregunta es: ¿qué hacer? Uruguay enfrenta un desafío histórico. La educación inclusiva es un imperativo ético y un derecho humano fundamental.
Lograr una educación verdaderamente inclusiva requiere más que decretos o ajustes cosméticos. Exige una transformación paradigmática que comience por el lenguaje que usamos, pase por la forma en que formamos a nuestros docentes y se concrete en las estructuras flexibles y los apoyos robustos dentro de cada aula. Como bien explicó, el primer paso es el más simple y no tiene costo: la decisión de cambiar la mirada, de dejar de ver «dependientes» e «incapaces» para empezar a ver ciudadanos y ciudadanas con derechos, cuya dignidad inherente merece ser respetada en cada política, en cada escuela, en cada salón de clase.
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