13 DE NOVIEMBRE
EL OBSERVADOR
Por Tomer Urwicz
—¡Mamá, esto parece una cárcel!
La niña sale de clase, tras cuatro días hábiles en que la escuela 123 de Jardines del Hipódromo estuvo cerrada, por una puerta de rejas angosta y luego de la anuencia de un guardia de seguridad privado. Unos metros más hacia la avenida José Belloni, dos policías relojean desde un patrullero los movimientos de los vecinos. Todo parece transitar en calma.
—¡Mejor así, hija. Mejor así! —la mamá abraza a la pequeña y a su otro hijo, más chico, que hace apenas cuatro horas y media atrás hizo flor de berrinche porque no quería ir a la escuela. Estaba asustado después de lo que vio el pasado miércoles, cuando la madre de una alumna de sexto grado entró a prepo a la institución y, con la ayuda de algunos adolescentes del barrio, empezó a pegarle a todo lo que se movía para “vengar” el hostigamiento que, dice, padeció su niña.
Fue una “simple” pelea entre niñas. Un golpe no del todo fuerte, no del todo certero, que derivó en la citación a las familias, posteriores amenazas, una moto que irrumpe en el patio escolar, la llamada a la policía, el silencio antes del cataclismo, la madre que entra pocos minutos antes de que finalizara el turno junto a algunos adolescentes, gritos, empujones, un audio que se viraliza, un video que se viraliza, un miedo que se viraliza. Tres días de paro en toda Primaria de Montevideo.
Otro día más sin clases (por reflexión) en la escuela en cuestión y su contra-turno. Marchas, intervenciones directas de Presidencia, un centro educativo que a los ojos de una niña “parece una cárcel”.
Los datos lo dicen: en solo seis años —pandemia mediante— el diálogo entre los maestros y las familias fue deteriorándose. En 2017 solo el 9% de los padres de sexto grado, encuestados para las pruebas Aristas, decía que “nunca” o “pocas veces” tenían diálogo con los docentes de sus hijos. En 2023 ese porcentaje trepó hasta cerca del 16%.
Los relatos también lo narran: el modo violento en que algunos adultos resuelven las diferencias, se activó tras un problema entre niñas.
Jardines del Hipódromo es un barrio al que le prometieron una reactivación, después de la reapertura del hipódromo que le da nombre, que no sucedió. Hubo algunos realojos, pero detrás de fábricas abandonadas, en la angosta Washington Pérez y en Alfonso Lamas, reemergieron tugurios. Y las propuestas de cuidados no lograron suplir una demanda creciente de mujeres con hijos y sin trabajos de calidad.
Los ómnibus van a tope antes de llegar al intercambiador. El 300 hace una maniobra brusca para esquivar un carro tirado por un caballo que infla una rueda en una gomería a escasos metros de la escuela. Un señor grita por teléfono, putea, gesticula y vuelve a putear.
La escuela 123 lleva el pulso de ese entorno. En 1985 había sido incendiada. Años después, una “banda” de niños y adolescentes llamada Los Tatitos entraba a robar y dejaba su firma en el pizarrón. Y ahora el centro educativo no escapa a la violencia instalada.
No son sonidos de bala, aunque cada tanto los hay (pasó el año pasado frente a la UTU que queda a pocas cuadras de la escuela en dirección al hipódromo). Pero son gritos que provienen de una familia (y en menor medida entre familias) que dejan a los niños en estado de vigilancia. Atentos. Dispuestos a reaccionar con golpes cuando se quiere algo.
En Casa Nazaret, uno de los centros educativos que está sobre la misma avenida, lo perciben. Cae un plato a la hora del almuerzo y el estallido causa alteración. El miércoles en que la madre irrumpió en la escuela, un niño, de esos que hablan como si relataran una escena de película, le contó a la educadora:
—¡No sabe´ lo que fue! Volaban piñas, las madres nos tiraban de las túnicas, una locura.
Otra niña lo había visto todo, pero su reacción fue la retracción. Estaba asustada. Esperó con las manos dentro de la túnica a que la viniera a buscar la camioneta.
Jardines del Hipódromo no es una “zona roja”, como le gusta llamar a la policía bajo esa lógica en que el mapa se colorea según la magnitud de denuncias de delitos. Pero en la encuesta que El Observador había realizado junto a académicos de la Universidad de la República surge que Jardines del Hipódromo es uno de los barrios con mayor sensación de inseguridad.
A la madre que entró furiosa a escuela, se la vinculó con el mercado ilícito de drogas. Pero las pruebas —las mismas que manejan la policía y los vecinos— indican que la agresión no guardó un vínculo directo: no es el resultado de un enfrentamiento entre bandas que se disputan territorio ni una intención de imponer el terror. A lo sumo hubo un vínculo indirecto: la ruptura de códigos… “con las maestras no”.
Hoy no me cabe nada, vas a correr porque sos cagón
El vocero de Fiscalía se lo comunicó a los periodistas en un Whatsapp: “Me acaba de informar la fiscal de Flagrancia de 2do. Turno, Patricia Rodríguez, que hay una mujer detenida (madre de una alumna) por la agresión a la escuela”.
El subdirector de la Policía, Alfredo Clavijo, lo había anticipado cinco días atrás: las personas agresoras ya fueron identificadas. Pero en esa misma rueda de prensa, casi sobre el final y sin que haya acaparado los titulares, el comisario general dijo: “Como sociedad entera no nos podemos acostumbrar a esto”.
¿A qué se refería? Clavijo es hijo de una maestra y hermano de otra. Sabe —ya lo sabía a los dos días posteriores a la agresión— que las sanciones no mueven la aguja, tampoco los paros de los docentes ni la imposición de un policía en cada escuela. Porque lo que está sucediendo es “una falta de reflexión” sobre qué Uruguay se quiere, qué es lo tolerable y qué no.
Eso, viene diciendo en sucesivas notas, escapa a la mera acción policial. Lo ve en el tránsito, en las redes sociales, en una cancha de fútbol y en cómo lo resumió el cuplé La violencia de la murga Agarrate Catalina: “Vengo de la cabeza, soy de una banda descontrolada / Hoy no me cabe nada, vas a correr porque sos cagón”.
La escuela no escapa. «Cada vez es más común que se recurra a actores periféricos para solucionar los asuntos que antes se resolvían de manera más pedagógica y casera”, había señalado a El Observador el inspector regional de Primaria, Mario Ibarra. Refería a una jueza prohibiendo el acercamiento entre dos niños que se tocaron los genitales, un juez que pasó de año a una niña repetidora, padres que piden la expulsión de un chico con autismo, denuncias policiales por un problema en el comedor, amenazas de adultos y cartas a las más altas esferas “por una pelea entre gurises”.
En ese sentido, la pregunta que surgió en algunos grupos de maestros es si la medida de paro —por más temor fundado e indignación colectiva— no es otra forma de “reacción violenta” ante la violencia. Niños que quedan a la deriva, padres que pierden más confianza en la escuela y docentes (incluso sindicalizados) que discrepan con la decisión.
La pregunta no estuvo ausente en las asambleas de la Asociación de Maestros del Uruguay, filial Montevideo (Ademu). Algo más de la mitad de los 8.000 docentes de Primaria pública de la capital están sindicalizados. Un 10% de los maestros escolares de Montevideo participaron en las votaciones. La primera vez el paro “ganó por goleada”. La segunda vez solo lo hizo por unos 40 votos. Y la tercera vez venció la propuesta de levantar la medida por unos 200 votos. ¿Y cuál fue la motivación del paro? Que el hecho no pase desapercibido. Que se hable. Que se instale en la agenda.
La propia resolución sindical reconoce que el asunto de fondo escapa a la escuela 123 y a Jardines del Hipódromo. La escuela está padeciendo una pérdida de legitimidad en medio de “una creciente violencia estructural”.
La exinspectora de Escuelas Disfrutables, la psicóloga Ana Sosa, lo había mencionado en El Observador casi dos meses antes de la agresión a la escuela, de los paros y sabiendo que sus dicho podían causar algún disgusto entre los docentes: “En la mayoría de agresiones de padres a maestros, el problema empezó bastante antes y dentro de la propia escuela”.
¿Alguna vez se pusieron a pensar por qué hay escuelas en contextos muy violentos que son banalizadas a diario y otras, en contextos similares, a los que no les rompen ni una ventana? Y se autorresponde: “La escuela coeduca con los padres, con el barrio y si logra establecer la debida confianza, minimiza los riesgos”.
Como ejemplo, cuenta: “Cuando el director de la escuela no está en la puerta recibiendo a las familias, conoce sus nombres, cuando los maestros no hacen reuniones de padres y establecen diálogo directo desde el primer día de clase… eso aleja a la escuela”.
Una directora lo explicó con un caso de éxito en un reporte del Instituto Nacional de Evaluación Educativa en el que se ve cómo el vínculo con las familias termina redundado en mejores logros de los esperados: “Se hizo un plan de convivencia institucional porque las familias ingresaban y ‘ni buenos días ni buenas tardes’ y ya se metían dentro del salón, entonces era como un poco compleja esa situación [ahora en cambio] cuando llamamos a las familias comúnmente están dispuestas”.
Comunicación y comunidad tienen, a fin de cuentas, la misma raíz latina: poner en común.
Contáctanos