El quiebre de la confianza escolar: acusaciones cruzadas, directoras citadas a la comisaría y hasta juntada de firmas para expulsar a un niño con autismo

14 DE SETIEMBRE

EL OBSERVADOR

Por  Tomer Urwicz

Es la hora de la salida de una de las escuelas públicas más solicitadas de Pocitos. Una madre estaciona en doble fila, deja a una bebé dentro del auto y va corriendo a la maestra del hijo que debía retirar para pedirle que le libere al pequeño porque estaba mal estacionada. Se lo pide a las apuradas, tomándola suave del brazo. La docente se siente agredida. Un rato después camina unas cuadras, hasta la seccional 10ª y radica una denuncia policial. La Asociación de Maestros de Montevideo estuvo a punto de activar un paro por violencia. Hasta que se investigó el caso y se comprobó que fue un simple error de comunicación entre adultos —agravado por la desesperación— y no existió tal tormento contra la maestra. Fue hace menos de un mes.

A la directora de una escuela de la Unión le llegó una citación policial urgente. La madre de un alumno denunció que a su hijo otros compañeritos de clase le hacían bullying y no tuvo mejor idea que radicar una acusación. Fue a fines de julio.

Algo parecido pasa en un colegio privado de Rivera. La madre de la niña “hostigada” eleva denuncia a Derechos Humanos y ANEP. Dice que tres varones la agreden y que uno de ellos es hijo de una autoridad departamental.

En una escuela de Santa Lucía del Este queda al mando una directora suplente. Algunos padres se sienten en la libertad de “controlar” qué pasa en el centro educativo. Elevan cartas a las jerarquías sin mediar siquiera un diálogo fluido con los maestros de sus propios hijos. Intervienen inspector y hasta el programa de Escuelas Disfrutables.

Un niño llega a clase cada vez más agresivo. La maestra ya no sabe qué hacer con él. Duda en denunciarlo hasta que el sindicato la convence de que, por política, “nunca se denuncia a un niño” y se intenta resolver pedagógicamente el caso.

En otra escuela de Pocitos a un niño se le cierra la puerta y pierde una parte de un dedo. La madre opta por denunciar director ante un informativo de televisión. El caso escala en cuestión de minutos a las máximas autoridades. En el grupo de Whastapp de los padres de la clase se empieza a buscar “un culpable”. Y varios apuntan contra un niño diagnosticado con un trastorno del neurodesarrollo. El pobre gurí no tuvo nada que ver.

En otra escuela más céntrica, los padres juntan firmas y elevan directo a la inspección un pedido para que se expulse del grupo a un niño que cada tanto se tira al piso y se pone a gritar. Dicen que “distrae” al resto de alumnos. No aceptan al “diferente”.

La lista sigue. A veces son denuncias ante la Policía, a veces ante la Institución Nacional de Derechos Humanos por no haber conseguido cupos para su hijo en una escuela, a veces cartas directas a las máximas autoridades educativas, a la Fiscalía, a la prensa, escrache en redes sociales o, incluso, a jueces que toman medidas “contrarias a todo sentido educativo”: poner radios de exclusión de acercamiento entre niños o pasar de grado a una niña al que el colegio privado optó por dejarla repetidora.

“El lazo de confianza se resquebrajó mucho”, resume Mario Ibarra, uno de los inspectores regionales de Primaria con más trayectoria en el organismo. No sabe con precisión cuándo fue el momento exacto en que empezó a romperse ese código escrito en piedra en que los asuntos escolares se resuelven de manera educativa. Pero arriesga una hipótesis: en los primeros grupos de Facebook, incluso antes de los grupos de Whatsapp de padres, empezó a notarse una especie de cacería de brujas en que se hacían denuncias públicas contra docentes, o niños u otros padres sin que medie el diálogo previo.

Y con el correr del tiempo —y la caída del sentimiento de pertenencia al centro educativo que agravó la pandemia— “pareciera que cada vez es más común que se recurran a actores periféricos para solucionar los asuntos que antes se resolvían de manera más pedagógica y casera”.

El fenómeno, dice Ibarra, escapa a contextos. Puede que en una zona más pobre se desemboque un problema asociado a un conflicto barrial y a veces no se sepa cómo manejar la situación en la escuela. Puede que en una zona más rica los padres tengan más conocimientos de los mecanismos legales o se sientan más cercanos al poder simbólico para hacerse notar.

La judicialización de la educación

Fue a la hora del recreo en una escuela pública de Maldonado. Un niño de ocho años le tocó los genitales a otro compañero de su misma edad. La madre del pequeño “agredido” se indignó porque la institución no expulsó de inmediato al “agresor” e hizo la denuncia ante la Policía. La comisaria que tomó la acusación —especializada en violencia de género— rotuló el caso como “supuesto abuso sexual”, pese a que ese delito no aplica entre niños de esa edad. Llamó a la jueza de turno, Rossana Martínez, para ver qué medidas adoptar. Y la magistrada decidió por teléfono “la prohibición de acercamiento” de un niño al otro por 180 días.

Unas semanas después, en una escuela de Rosario, en Colonia, un niño de ocho años “manoseó” a su compañera de banco. Y la secuencia se repitió. Solo que en este caso la jueza Bettina Duter no fijó plazo para la medida cautelar de prohibición de acercamiento, sino que lo dispuso como “protección urgente”. La justificación, dijo la magistrada a El Observador, fue buscar que «la institución separara a los niños y se abriera un expediente para investigar si el niño (agresor) estaba repitiendo un comportamiento” que observaba en su hogar (es decir, si era abusado).

Es el oeste de Montevideo. La jueza Julia Staricco dispuso “un radio de exclusión de 300 metros” para un escolar de siete años que se había refregado, a modo de juego, contra otra niña. La resolución judicial impuso como “medidas de protección la prohibición de comunicación, relacionamiento, acercamiento y/o contacto” del niño, ya sea “en forma directa o a través de terceras personas y por cualquier medio con expresa prohibición de hacerse presente en el domicilio, lugar de estudio y lugares que frecuente” la niña, “hasta nueva resolución”. Frente a la escuela había otra escuela a la que el niño castigado tampoco podía ir porque incumplía el radio de exclusión.

“La judicialización de estos casos suele traer más daños que soluciones”. La advertencia la había hecho el ministro del Tribunal de Apelaciones de Familia Eduardo Cavalli. Porque si bien “a los padres les asiste el derecho a denunciar, lo idóneo es la resolución del problema dentro de la institución, buscar el abordaje psicológico, consultar a las maestras, pedir informes técnicos… pero nunca tratar al niño como un abusador o imponer como norma la prohibición de acercamiento por decenas o cientos de días que limita el derecho del niño de ir a la escuela”. En ese sentido, el magistrado especializado en infancia se preguntó: “¿Es legal decirle a un niño que no vaya más a un centro educativo? No lo creo”.

A la exinspectora y excoordinadora nacional de Escuelas Disfrutables, Ana Sosa, le tocó intermediar en varios de estos casos y hasta ahora, recientemente jubilada, la maestra y psicóloga sigue reflexionando al respecto: “Hay una violencia y desconfianza instalada que va mucho más allá de la escuela. Los maestros tampoco escapan y están inmersos en esa violencia. Cuando se dice que la institución familiar cambió, también cambió para los docentes que son familias. Y ese caldo de cultivo está trayendo en muchos casos más complicaciones que contemplaciones”.

La confianza que se rompió

En el jardín de infantes de un coqueto colegio privado de Carrasco se ofrece como un servicio la videovigilancia a distancia. Los padres de los niños que van de tres meses a dos años pueden ver desde su celular o la computadora, en tiempo real, qué está haciendo o no su hijo. La oferta se justifica es que a esa edad los niños todavía no expresan oralmente cuando algo les sucede. Pero el caso, que tiene más de una década y media de funcionamiento, fue criticado por psicólogos que explican que es un ejemplo de pérdida de confianza en los docentes como los profesionales idóneos para garantizar la enseñanza y el cuidado.

Esos ejemplos, en lugar de acercar la escuela a las familias, dicen los expertos, muchas veces las aleja. “También las separa cuando el director de la escuela no está en la puerta recibiendo a las familias, conoce sus nombres, cuando los maestros no hacen reuniones de padres y establecen diálogo directo desde el primer día de clase”, ejemplifica Sosa.

La exinspectora toma aire y aclara que está a punto de decir algo que es probable disguste a muchos docentes, sobre todo sindicalizados: “En la mayoría de agresiones de padres a maestros, el problema empezó bastante antes y dentro de la propia escuela”.

A ella misma le tocó intervenir. “Si se cita a una madre a una reunión con la maestra y la directora a las ocho de la mañana y recién se la atiende a las 10, se le está faltando el respeto, no se está entendiendo que esa mujer con seguridad tiene que irse a trabajar, se empieza a crear una desconfianza”. Y eso escala en contextos donde las vías de comunicación y resolución de los problemas no son las más pacíficas. O cuando los docentes están bajo tanta presión que una mínima chispa basta para que se encienda un problema.

A raíz de los resultados de las distintas pruebas Aristas, el Instituto Nacional de Evaluación Educativa viene insistiendo en conceptos del estilo: “Un clima barrial de apoyo y cooperación y una mayor percepción de seguridad de los estudiantes en el centro educativo inciden positivamente en los desempeño”.

Pero lo que viene sucediendo, dicen las pruebas, es que en muchos casos aumenta la inseguridad, cae el sentido de pertenencia al centro educativo, existe una baja en la empatía respecto a los otros estudiantes y menor capacidad para autorregularse en cómo se actúa ante las diferencias.

La pandemia pudo haber incidido, aunque los problemas son anteriores. Un estudio de UNICEF y la Universidad de la República, durante la emergencia sanitaria, encontró que el 90% de las familias encuestadas dijo haber sufrido cambios en su convivencia, aumentando la frecuencia de los gritos y de los castigos a sus hijos en la época de “quedate en casa”. Y eso fue tensando cada vez más una cuerda que ya venía deshilachándose.

¿El resultado? “Existe un avance del instrumento de la denuncia o de acudir a las más altas esferas sin agotar antes los recursos más elementales que están en la propia escuela”, reconoce la secretaria general del sindicato de maestros de Montevideo, Paola López. “Incluso a veces no son denuncias formales, sino escraches en redes sociales sin fundamento, del estilo ‘tal docente hizo tal cosa’”.

El inspector Ibarra vuelve al concepto: “Los docentes, a su vez, no escapan al clima adverso. Y en lugar de buscar soluciones pedagógicas muchas veces se activan respuestas equivocadas”.

Ana Sosa, con un toque de provocación, dice: ¿Alguna vez se pusieron a pensar por qué hay escuelas en contextos muy violentos que son banalizadas a diario y otras, en contextos similares, a los que no les rompen ni una ventana? Y se autorresponde: “La escuela coeduca con los padres, con el barrio y si logra establecer la debida confianza, minimiza los riesgos. En mi vida de maestra siempre traté a los padres sin tutearlos. No era una cuestión de edad, sino de tratar el otro con cierta distancia y respeto, para que se sienta que vale, al tiempo que se le trata de ayudar con la cercanía para entender qué está pasando en esa familia”.

Los datos estadísticos, por la manera en que se recopilan, no permiten saber en cuánto aumentaron las denuncias policiales sobre asuntos escolares que, otrora, se resolvían puertas adentro de la escuela. Pero la atención de Escuelas Disfrutables da algunas pistas en la cantidad de intervenciones de un programa que, se supone, está para la contención psicológica en los casos más extremos.

En 2023, Escuelas Disfrutables tuvo que atender 25 casos de violencia entre familias y funcionarios de centros educativos. Un año después trepó a 44 situaciones. Eso sin contar otras 153 acciones para mejorar la convivencia familia-escuela y el incremento de las intervenciones por desvinculación o ausentismo, que, muchas veces, son reflejos de más de lo mismo: para algunas familias la escuela perdió el lugar y prestigio que antes gozaba.